sábado, 19 de diciembre de 2009

Incendiar la ciudad (fragmentos)

por Julio Durán*


Al Chusko sólo pude verlo una semana después de su salida, luego de haber reunido fuerzas para no sentirme un ser demasiado insignificante a su lado. Tras haber pasado toda una tarde huyendo de mí y de esa conciencia, lo encontré en un concierto en No Helden, el último que hubo en esa discoteca antes de que la cerraran los de la Sunat y pasase a ser un instituto de computación. Aquella noche tocaban PTK, Psicosis, Actitud Frenética, Confrontación, Los Rehenes e Incendiaria. Al llegar y ver a Memo junto a dos chicos con casacas negras llenas de púas y con mohicano, me di cuenta de que mi cabello ya no estaba corto y en punta sino más bien largo, caído sobre mis orejas. Noté que no llevaba botas sino zapatillas y que mi pantalón estaba limpio, sin inscripciones. Al comienzo me sentí raro pero luego me dio igual…

El local lucía desolado, tenue y agresivo. Me envolvían la guitarra sucia e inexacta del grupo —aunque Raúl PTK sabía hacer de eso una virtud—, la vehemencia del bajo, tan persistente y machacante y las paredes negras del local, rodeadas de focos verdes y azules que hacían que lo blanco se viera morado o verde o azul. Sentí los pasos de alguien a mis espaldas y al mismo tiempo un cuchicheo. Reconocí la voz del Chusko.

Volteé lentamente y reconocí su figura, su casaca ensangrentada y agujereada, sus bastas del pantalón metidas en las botas de pasadores rojos. Era él, en medio de la penumbra, como un resucitado…

Esa noche comprobé que el Chusko no era de esta tierra… Todo lo que había quedado pendiente debía retomarse ya. Me preguntó cuándo sería la próxima reunión y le dije, balbuceando, que aún no lo sabía, que aún no habíamos quedado en una fecha. Luego de mencionar que lo más prudente era detener por un tiempo las actividades del colectivo, dijo que el día anterior había visto en La Victoria un muro extenso. Había hablado con el responsable del local, un anciano guardián de autos, que dijo que no había ningún problema. El Chusko ya había pensado en un collage de cuerpos atados y bocas amordazadas, en pintura negra, blanca y roja. Pensó en una frase que se podía escribir en el mural, una frase que leyó en los muros de la carceleta.

—Claro que hay que someterla a votación —dijo— pero el local de todas maneras está disponible. Tenemos que reunirnos para ver los fondos y conversar con la chica que va a hacer el dibujo. ¿Cómo es que se llama?

Le di el nombre de Irene e hizo un gesto como tratando de recordar. Yo me interrogaba pensando en su fortaleza y su ánimo, en su voluntad incólume, intacta a pesar de los días de cárcel.

—Sólo cuando hayamos preparado el Manifiesto —continuó— podremos tener un conjunto de temas para desarrollar por comisiones sobre economía, cultura, educación. Luego buscaremos a gente que esté metida en esos temas, con mayor material y documentación, y personas que no necesariamente se digan libertarias pero que al ver nuestras ideas se sientan identificadas. A esa gente la reuniremos en conversatorios acerca de la idea en las universidades.

Por un momento me pareció descabellado pensar que el Chusko se había vuelto más fuerte y convencido de sus ideales, pero poco a poco esa idea fue tomando fuerza. Sentí más que nunca la necesidad de recordar para siempre aquel momento en el que las convicciones de un hombre se reafirmaban, demostrando que ni el encierro ni la tortura podían silenciar sus sentimientos e ideas…

Llegó el invierno del 94 y, mientras me acercaba al fin de mi vida escolar, mi relación con el Chusko era cada vez más fraterna, hasta el punto en que llegué a verlo como un hermano mayor y muchos en la mancha nos consideraban como tales…

Puede decirse que por ese entonces ya el colectivo funcionaba con cierto equilibrio… La inmensa cantidad de textos y panfletos que surgieron de esas reuniones, la profundización en el tema de la autogestión y el conocimiento de grupos que no se autoproclamaban libertarios pero que se desarrollaban bajo esos preceptos, como las comunidades de campesinos del 63 en Quillabamba y La Convención en Cuzco, fortalecieron las ideas de los que asistíamos; así como también lo hicieron los debates que se llevaron a cabo en locales universitarios, donde se hablaba de todas las corrientes anárquicas que existieron desde los tiempos de Stirner, pasando por Bakunin y Kropotkin, llegando a Malatesta, Guerin y Ken Knobb: anarcosindicalismo, anarco-comunismo, anarco-individualismo, federalismo, situacionismo. La caída de los regímenes de oriente y la desmantelación paulatina de Sendero iba abriendo puertas, pero a la vez nos estigmatizaba en medio de una población que veía como un triunfo del gobierno fujimorista la destrucción de las organizaciones populares, la satanización de las ideas socialistas y antagónicas al sistema. Pronto Fujimori sería reelegido, su poder sería cada vez más incuestionable; sus métodos, justificados por su "pragmatismo" y su figura, endiosada por un pueblo agradecido por una paz falsa, sin justicia ni libertades. Al ser testigos de cómo la gente entregaba ciegamente todo su poder de decisión, veíamos cómo se gestaba un monstruo que algún día mostraría su verdadero rostro. El Chusko decía que la crítica anarquista al gobierno de Fujimori no se basaba en lo mal que podía llevarse la economía, sino en la forma en que se administraba el poder, en la estructura del Estado. Yo lo escuchaba atento, recordando que él, aquel 5 de abril, había previsto casi todo lo que vivíamos entonces.

Cuando el Chusko hablaba en las reuniones acerca de anarquistas de comienzos de siglo, una idea ridícula cruzaba mi mente: que él fuera la reencarnación de uno de ellos. Durante las tardes que pasábamos juntos, cuando salía del colegio directo al Centro, lo escuchaba narrar aquellos relatos enciclopédicos acerca de la Revolución española, las colectivizaciones en Cataluña, la efectividad de las fábricas dirigidas por sindicatos anarquistas que, aparte de la producción normal, debían producir armas para el frente de batalla, donde los franquistas contaban con el apoyo de nazis y fascistas italianos. Hablaba de Buenaventura Durruti con mayor encanto que cuando hablaba del Che, de las persecuciones que éste atravesó, de sus años en cárceles y su coherencia y sacrificio. Una tarde, sentados en las gradas del Centro Cívico, luego de pintarrajear con spray algunos muros de la zona donde se encontraban las oficinas de la Sunat, le escuché leer un extracto de Homenaje a Cataluña de George Orwell, donde se narraba —y casi podía sentirse— el ambiente de una ciudad liberada del capital y el Estado: calles con banderas que anunciaban fábricas expropiadas y colectivizadas, donde la gente trabajaba según sus necesidades; trenes y tranvías pintados de negro y rojo, edificios tomados por obreros, campañas de alfabetización y servicios médicos en las ciudades de Aragón, Castilla y Andalucía. De julio a octubre del 36, en ese territorio, la gente se sintió humana por primera vez y ya no parte de una maquinaría en la que sus voluntades eran aplastadas por los intereses de unos pocos. Una ciudad en la que por doquier se respiraba la creencia en la Revolución y el futuro.

—¿Y aquí en el Perú podría pasar algo así? —preguntaba yo.

—Tal vez no de la misma manera —decía él—. Lo único que se busca es que el poder no esté en tan pocas manos, que se cree un espacio donde se desarrollen estas ideas y actividades.

Cuando pienso que la gran mayoría de mis ideas políticas se cimentaron en esas conversaciones callejeras, entre bares y conciertos, en fanzines y canciones, no sólo me siento fuera de sitio por no poseer una formación metódica, sino que no puedo evitar mi gratitud por sentirme obra del Chusko. La crudeza de algunos temas como la expropiación de los medios productivos, la lucidez con que expresaba la inmoralidad de los que eran históricamente culpables del infortunio de muchos, la coherencia y humildad que mostraba ante sus adversarios, su ánimo de entendimiento, los llevo grabados como la letra de una canción. Sólo él me habló acerca de la corriente colaboracionista en la Guerra con Chile, de los intereses de los hacendados y aristócratas, y de la traición del Estado a los comuneros que lucharon en La Campaña de la Breña, luego de que Cáceres tomara el poder. Él me habló de los Pardo, los Wiesse, los Picasso, el Grupo Romero, me señaló quienes eran los dueños del Perú, pero jamás con el ánimo de envenenarme el corazón, sino de hacerme conocer algo que estaba más allá, lo cual yo había buscado desde niño. Lo prohibido, lo temerario, cobraban en él la forma que yo hubiera deseado poseer para aceptar la vida que llevaba, para escapar de mis debilidades y no sentirme culpable de lo que poseía y no avergonzarme por lo que me faltaba. Sólo cuando él me dibujó una realidad dura pero hermosa a la vez, pude sentir el rumbo de mis propios deseos. Nunca sentí una deuda tan grande hacia alguien y hasta ahora la realidad no ha vuelto a mostrarse tan mágica, tan a la mano como en aquel tiempo. Tal vez porque nunca volví a soñar como lo hacía entonces.


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* Julio Durán (Iquitos, 1977) frecuentó desde temprana edad los círculos culturales alternativos. En 1998 editó Festival de la Desesperación, su primer poemario. La plaqueta, diseñada en cartón negro y con tinta roja, incluye gráficos del autor. En el año 2002, edita por cuenta propia y de manera artesanal, el primer tiraje de Incendiar la ciudad, su primera novela, actualmente sin edición formal. En el 2006, la revista literaria newyorkina A Public Space publica extractos de Incendiar la ciudad traducidos por Daniel Alarcón. El texto aparece al lado de escritos de José de Pierola, Óscar Colchado, un artículo de Santiago Roncagiolo y una entrevista a Miguel Guitiérrez. En el 2007, la editorial Estruendomudo incluye un cuento del autor, La forma del mal, en su antología Selección Peruana 1990-2007. Ese mismo año, el escritor Miguel Gutiérrez incluye una reseña acerca de Incendiar la ciudad en su libro de ensayos sobre literatura de la violencia Pacto con el diablo. En la actualidad, Julio Durán prepara los textos de su próxima publicación: un libro de cuentos.

martes, 17 de noviembre de 2009

La pregunta de Zavalita

por Rossana Díaz Costa*

"Desde la puerta de La Crónica Santiago mira la avenida Tacna, sin amor: automóviles, edificios desiguales y descoloridos, esqueletos de avisos luminosos flotando en la neblina, el mediodía gris. ¿En qué momento se había jodido el Perú? (...) Él era como el Perú, Zavalita, se había jodido en algún momento".
Conversación en la Catedral, Mario Vargas Llosa

Era uno de sus últimos días en Lima. Hacía un calor insoportable, aquel calor húmedo de febrero que no permite el correcto funcionamiento de las neuronas, ni del tráfico, ni de nada. Venía en una custer desde Ventanilla, después de haber visto por última vez a Lucinda y su familia en el pueblo joven de "Kumamoto" y a la familia de Janette en "Mi Perú". Les dijo adiós sin saber hasta cuándo, se subió a la combi que la sacaría del arenal y luego a la custer que iba por toda la avenida La Marina. Allí iba, con su visa de España y una mochila a medio hacer en casa, sintiéndose culpable una vez más. Se la había pasado toda la vida sintiéndose culpable, como si ella hubiera tenido algo que ver en esta puesta de sol horrible que veía desde la sucia ventana de la custer. Eran las seis y media de la tarde y llevaba ya dos horas metida en este bus, que a la altura del río Rímac se había quedado estancado en un embotellamiento, justo en el momento de la puesta de sol. Aprovecharon para subir tres niños que cantaban mientras rascaban sus botellitas de Inca Kola; luego dos drogradictos que ofrecían unos caramelos porque decían estar ya regenerados; tres ex-presidiarios de Lurigancho enseñando sus heridas de cárcel y pidiendo una ayudita pues; dos señoras vendiendo helados D'Onofrio, helados, los ricos helados; dos señores vendiendo Pikachus; un niño muy pequeño que sólo extendió la manito y no dijo nada; una niña con su hermanita chiquita ofreciendo chocolatines sin marca; y mientras, entre todos ellos, el sol se iba ocultando en el "río hablador", aquel río que hasta había dado tema para un vals y otras canciones, aquel río que hasta tenía un puente hecho por el mismísimo señor Eiffel, y que ahora sólo tenía unas cuantas piedras encima de una corriente llena de basura, deshechos de todo tipo, y que ella descubrió aquella tarde, tenía también una puesta de sol, reveladora e insospechada, una puesta de sol nunca antes vista por sus ojos. Para ella, la puesta de sol estaba en el mar, y se veía mejor que en ningún sitio desde Miraflores, o Barranco, o incluso La Punta, desde el lado del malecón frente a las islas, pero la Bajada Balta era el mejor sitio sin lugar a dudas, donde todos los días del año, sin excepción, a pesar de la niebla, el invierno, la contaminación y todos los demás fenómenos que en otros países pueden ocultar el sol al atardecer, se ve un sol redondo como una naranja entrando en el mar, dejando luego un maravilloso color en el cielo de Lima. Y cuando esto sucede, la sensación de absoluta paz oculta la realidad por unos cuantos minutos, y uno camina hacia la noche con el espíritu en calma y creyendo haber nacido de nuevo y que todo, absolutamente todo, tiene una esperanza de ser nuevamente.
Por eso ella se sorprendió de ver esta puesta de sol por primera vez en su vida en Lima, después de veintiséis años. Y una vez más se sintió culpable, por no haber visto nunca antes la puesta de sol sobre el río Rímac. Ella siempre andaba diciendo que si no fuera por el mar ya se hubieran muerto todos en esta ciudad, es que felizmente se lleva toda la porquería, y ahí van nuestras porquerías, con rumbo a Australia, a Japón, a qué se yo cuántos otros países, que comparten el gran Pacífico con nosotros. Si no fuera por el mar... pero el río no se llevaba nada, el río se encontraba encajonado en el valle, con porquería a la derecha y porquería a la izquierda, mucha porquería que dejaba aguas humeantes, negras, contaminadas en su totalidad, con niños pobres viviendo en la absoluta inmundicia y cuya única puesta de sol posible era esta, una naranja partida en cuatro por un humo negro, por una auténtica nube negra que se elevaba hacia el sol y no lo dejaba ponerse. Las moscas en la custer le interrumpieron el espectáculo nunca antes visto por sus ojos, a pesar de haber hecho esta ruta cientos de veces, pero claro, siempre más temprano o incluso varias veces de noche, en la época en la que Janette estaba aún viva y el sida no se había llevado ni a ella ni a su hijito. Por eso nunca se había percatado de la puesta de sol sobre el río, que hablaba, sí, efectivamente hablaba con agonía y estupor ante el desastre y el fracaso ante sus aguas, que poco tenían ahora de aguas y mucho de basura. Ahí se elevaban unos vapores con el calor de febrero, que provenían de los montes de desperdicios a sus orillas, y entre los vapores y la nube negra que cubría el sol agresivamente, ella pudo divisar unas sombritas, unas siluetas de niños pequeñísimos que saltaban de un monte a otro, que ingresaban a las aguas fétidas y luego salían, encajonados en el valle, y con un esfuerzo de abstracción trató de no escuchar la tecno-cumbia que sonaba a todo volumen en la custer, ni las bocinas de los carros que luchaban por salir del embotellamiento, y así, con el esfuerzo, pudo escuchar el ruido de lo poco que quedaba de agua en este río, y las risas infantiles, que siempre seguían encontrando una buena razón para existir.
Ella cerró los ojos y se preguntó lo mismo que Zavalita: ¿En qué momento se había jodido el Perú? Y recordó que también se lo había preguntado el día que murió su tatatata, que además de haberse ido volando con su familia centenaria a remotos lugares, también se había ido volando un día de apagón, de torres derrumbadas y bombas mil en la ciudad, y su mamá le dijo que no se moviera de su cuarto mientras llegaban los de la funeraria para poner al tatatata en el ataúd, pero ella desde su cuarto lo vio todo, lo sintió todo, entre lágrimas de despedida y confusión, porque el tatatata se merecía un poco de luz aunque sea, y en esa ocasión ella también se sintió culpable, como si ella tuviera algo que ver con el apagón ante sus ojos adolescentes. Los de la funeraria estaban ya acostumbrados a poner a los muertitos en medio de la oscuridad, estaban todos acostumbrados a ella, pero su familia no estaba acostumbrada a ver al tatatata muertito todos los días y en medio de un apagón y las bombas mil. No salgas de tu cuarto le repitió su mamá, y ella se arrodilló al lado de su cama, viendo las velas que toda la familia llevaba en la mano para iluminar a los de la funeraria, aquí señora, ilumine aquí para poder colocarlo bien, y luego ploc, el sonido seco y final del cuerpo en el cajón, la tapa que se cerró y los hombres que se despidieron, mientras la mamamama sollozaba y seguía pidiendo perdón al tatatata muerto, perdón por no haberlo querido debidamente tal vez, perdón porque también se sentía culpable, como todos los peruanos, que se sienten siempre culpables de algo. La puerta se cerró, y la familia se quedó sola y muda, en medio de la profunda oscuridad y el silencio, sólo interrumpido por una bomba cercana y la voz de su mamá, que trataba de sacar las cuentas en medio de su tristeza, porque no había plata suficiente para el entierro, pero felizmente se acordó de que el nicho se lo darían gratis porque los estafadores del cementerio habían vendido el nicho del tatatata, comprado hacía sesenta años con toda la previsión del mundo para ser enterrado al lado de sus padres, y entonces se disculparon ante su mamá diciéndole que le darían dos nichos incluso, o sea que habría uno para cuando muriera la mamamama también, qué maravillosa oferta, todo con tal de que no se hiciera la denuncia de la venta del nicho comprado hacía sesenta años, en vista de que pensaron que esta persona estaba en definitiva muerta y además en otro país. Y por eso, después de esta noche de oscuridad, el tatatata fue enterrado lejos de sus padres, pero qué importaba ya, total, el tatatata ya estaría Dios sabe dónde, con la tía Rosita y sus padres, Giovanni Vittorio y compañía, toda la italianada volando por ahí, juntos de nuevo para poder nacer de nuevo en algún otro lugar, con otros nombres y otras caras. Qué importaba ya todo entonces.
Sí, qué importaba ya todo entonces se dijo ella nuevamente, siete años después de que su tatatata fuera puesto en el cajón en medio de la oscuridad, y viendo cómo el sol se ponía en medio de la mugre del río Rímac. No sólo había que preguntarse en qué momento se había jodido el Perú, como se lo había preguntado de todo corazón arrodillada al lado de su cama viendo la luz pálida de las velas y la silueta del cuerpo centenario que se merecía un poco de luz en su despedida, y como se lo preguntaba también en la custer llena de moscas desde donde vio el último atardecer antes de subir al avión y largarse de su país, no, también había que preguntarse si existía alguna posibilidad de desjodimiento o desjodización de este país, que se descomponía en medio de las moscas, la mugre, la oscuridad, las bombas, la muerte, la desigualdad, la injusticia y la pobreza sin remedio. Pero en ese momento, unos cuantos días antes de subir al avión con rumbo a Europa, en una custer llena de moscas y con niños cantantes rascando botellitas de Inca Kola a modo de acompañamiento, ella sólo pudo recordar la muerte del abuelo por esas extrañas asociaciones de ideas que realiza la mente en contadas ocasiones y se dijo: sí, yo me voy de aquí. La custer arrancó al fin y salió del embotellamiento rápidamente, chocando unos cuantos carros en el intento y con chofer y cobrador felices por ser los primeros en salir de ahí. El sopor de febrero se hacía cada vez menos intenso conforme avanzaban por la avenida Faucett y luego por la avenida La Marina y la noche se dejaba ver y sentir en Lima. Ella llegó finalmente a su casa, se sacó toda la ropa que llevaba encima, llena de arena de los pobres de "Kumamoto" y "Mi Perú", y se metió a la ducha, pensando que en su país siempre hay alguien más pobre que uno, y que por eso siempre hay la posibilidad de sentirse culpable y por consecuencia no ser nunca feliz. Sólo esas siluetas en la mitad del río que alguna vez lo fue, saltando entre los montes de la basura, estaban al final de una cadena interminable de culpabilidades e infelicidades por pobrezas personales y ajenas. Ellos, sólo ellos, que no sabían que el sol se ponía naranja, redondo y hasta con sensación de esperanza en el mar frente a Miraflores.
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*Rossana Díaz Costa (Lima, 1970) es guionista, escritora y directora de cine. Ha sido finalista del Premio Copé en tres ocasiones y del premio nacional PUCP con el libro de cuentos Los Olvidados (no los del Buñuel, los míos). Actualmente, se dedica a la docencia universitaria y a gestar proyectos cinematográficos.

jueves, 15 de octubre de 2009

Breve ensayo sobre el miedo

Por Julio Aldana*

Mi miedo no es negro ni amarillo, mi miedo no es subrepticio ni enfático, mi miedo aparece y desaparece, emerge de mi infancia y mi muerte, de mi pasado y de mi futuro, y se abre paso largamente como una sombra en un riachuelo. Los días que transcurren a cuentagotas nada tienen que ver con mi temor, no es miedo al tiempo ni a lo estático, es únicamente el miedo inútil de un ser humano, susceptible al insufrible vivir diario, a esa apertura de posibilidades infinitas a cada paso, a cada recoveco desgarrado por las costillas.
Mi miedo es utópico, mítico, cotidiano, íntimo, colectivo y solitario. Mi miedo es algo que proviene desde las entrañas pero me es ajeno, es imaginario y existe en silencio, sutil en el caracol auricular.
Mi miedo es algo como no tener dinero un fin de semana, o tenerlo y no haya con quién compartirlo. Mi miedo es salir apresurado a la calle y ser arrollado por un tranvía invisible, y no producir compasión por quedar inconsciente, sino una inmensa curiosidad felina por mantenerme de pie, y ser visto por cientos de ojos y manos y pies saciando su urgencia de identificarme como un objeto pseudoherido, y luego ser olvidado inmediatamente. Mi miedo es algo como saber que voy a tener una hija siendo aun un estúpido adolescente e imaginarme un horizonte frustrado, o tocar ese horizonte y verme ya vetusto sin nadie quien me diga papá. Mi miedo es no publicar un solo libro antes de los 30 años y verme sentado en el mismo lugar de siempre a la espera de un hecho excepcional para empezar a escribir. Mi miedo es publicar cuando ya no queden lectores que lleven siempre un libro bajo el brazo. Mi miedo es pasar hambre y frío, o no pasarlo y volverme indolente al sufrimiento humano más primario. Mi miedo es creer en Dios y perder la fe, o no creer en Él y ser testigo de un milagro que me fulmine los ojos. Mi miedo es que no me alcance la vida para poder leer todos los libros que desearía, o terminarlos todos completamente y dejar sin un sentido artístico mi vida. Mi miedo es someterme a las drogas y volverme un adicto insalvable, o nunca probar nada y ser un moralista aplastado. Mi miedo es que me sorprendan masturbándome frente a los pechos de Eva Green, o ser encadenado por un prejuicio y no disfrutar con el instinto a semejante mujer. Mi miedo es ser un heterosexual por descarte y no por decisión, por recibir una herencia cultural y no por elección, o ser un homosexual enloquecido que vive para desgañitarse. Mi miedo es sentir un orgasmo que me obnubile y ascienda al nirvana, o declinar en un casto cenobita. Mi miedo es no sentir más orgasmos y olvidar ese placer animal. Mi miedo es nunca hacerlo con una prostituta, o hacerlo y enamorarme de ella. Mi miedo es ser político, abogado, economista, contador, publicista, administrador, presidente, farandulero, o ser escritor, pintor, cineasta, actor, músico y no poseer ni el menor talento para serlo. Mi miedo es como una gran pantera, un enorme elefante, un pequeño mirlo o un minúsculo insecto. Mi miedo son todos los miedos. Tengo miedo tanto de escribir estas líneas como de no hacerlo, tanto de empezar como de acabar, porque con ello muere un intento sublime de ser alguien, porque la verdadera conciencia y voluntad puede existir sólo en estas palabras, porque es aquí donde todo es posible y nada a la vez, porque todo lo que he escrito anteriormente es mentira, no deja de ser ficción, una puta fantasía, porque allá afuera el mundo sigue siendo real e inmutable, voluble y frágil, aversivo e indiferente, y no una hoja de papel que puede ser arrancada por el viento.
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*Julio Aldana (Lima, 1985) administra una casa de videojuegos y estudia Literatura en la Universidad Carólica.

martes, 22 de septiembre de 2009

Virus

por Mariano Vargas




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