por Julio Durán*
Al Chusko sólo pude verlo una semana después de su salida, luego de haber reunido fuerzas para no sentirme un ser demasiado insignificante a su lado. Tras haber pasado toda una tarde huyendo de mí y de esa conciencia, lo encontré en un concierto en No Helden, el último que hubo en esa discoteca antes de que la cerraran los de la Sunat y pasase a ser un instituto de computación. Aquella noche tocaban PTK, Psicosis, Actitud Frenética, Confrontación, Los Rehenes e Incendiaria. Al llegar y ver a Memo junto a dos chicos con casacas negras llenas de púas y con mohicano, me di cuenta de que mi cabello ya no estaba corto y en punta sino más bien largo, caído sobre mis orejas. Noté que no llevaba botas sino zapatillas y que mi pantalón estaba limpio, sin inscripciones. Al comienzo me sentí raro pero luego me dio igual…
El local lucía desolado, tenue y agresivo. Me envolvían la guitarra sucia e inexacta del grupo —aunque Raúl PTK sabía hacer de eso una virtud—, la vehemencia del bajo, tan persistente y machacante y las paredes negras del local, rodeadas de focos verdes y azules que hacían que lo blanco se viera morado o verde o azul. Sentí los pasos de alguien a mis espaldas y al mismo tiempo un cuchicheo. Reconocí la voz del Chusko.
Volteé lentamente y reconocí su figura, su casaca ensangrentada y agujereada, sus bastas del pantalón metidas en las botas de pasadores rojos. Era él, en medio de la penumbra, como un resucitado…
Esa noche comprobé que el Chusko no era de esta tierra… Todo lo que había quedado pendiente debía retomarse ya. Me preguntó cuándo sería la próxima reunión y le dije, balbuceando, que aún no lo sabía, que aún no habíamos quedado en una fecha. Luego de mencionar que lo más prudente era detener por un tiempo las actividades del colectivo, dijo que el día anterior había visto en La Victoria un muro extenso. Había hablado con el responsable del local, un anciano guardián de autos, que dijo que no había ningún problema. El Chusko ya había pensado en un collage de cuerpos atados y bocas amordazadas, en pintura negra, blanca y roja. Pensó en una frase que se podía escribir en el mural, una frase que leyó en los muros de la carceleta.
—Claro que hay que someterla a votación —dijo— pero el local de todas maneras está disponible. Tenemos que reunirnos para ver los fondos y conversar con la chica que va a hacer el dibujo. ¿Cómo es que se llama?
Le di el nombre de Irene e hizo un gesto como tratando de recordar. Yo me interrogaba pensando en su fortaleza y su ánimo, en su voluntad incólume, intacta a pesar de los días de cárcel.
—Sólo cuando hayamos preparado el Manifiesto —continuó— podremos tener un conjunto de temas para desarrollar por comisiones sobre economía, cultura, educación. Luego buscaremos a gente que esté metida en esos temas, con mayor material y documentación, y personas que no necesariamente se digan libertarias pero que al ver nuestras ideas se sientan identificadas. A esa gente la reuniremos en conversatorios acerca de la idea en las universidades.
Por un momento me pareció descabellado pensar que el Chusko se había vuelto más fuerte y convencido de sus ideales, pero poco a poco esa idea fue tomando fuerza. Sentí más que nunca la necesidad de recordar para siempre aquel momento en el que las convicciones de un hombre se reafirmaban, demostrando que ni el encierro ni la tortura podían silenciar sus sentimientos e ideas…
Llegó el invierno del 94 y, mientras me acercaba al fin de mi vida escolar, mi relación con el Chusko era cada vez más fraterna, hasta el punto en que llegué a verlo como un hermano mayor y muchos en la mancha nos consideraban como tales…
Puede decirse que por ese entonces ya el colectivo funcionaba con cierto equilibrio… La inmensa cantidad de textos y panfletos que surgieron de esas reuniones, la profundización en el tema de la autogestión y el conocimiento de grupos que no se autoproclamaban libertarios pero que se desarrollaban bajo esos preceptos, como las comunidades de campesinos del 63 en Quillabamba y La Convención en Cuzco, fortalecieron las ideas de los que asistíamos; así como también lo hicieron los debates que se llevaron a cabo en locales universitarios, donde se hablaba de todas las corrientes anárquicas que existieron desde los tiempos de Stirner, pasando por Bakunin y Kropotkin, llegando a Malatesta, Guerin y Ken Knobb: anarcosindicalismo, anarco-comunismo, anarco-individualismo, federalismo, situacionismo. La caída de los regímenes de oriente y la desmantelación paulatina de Sendero iba abriendo puertas, pero a la vez nos estigmatizaba en medio de una población que veía como un triunfo del gobierno fujimorista la destrucción de las organizaciones populares, la satanización de las ideas socialistas y antagónicas al sistema. Pronto Fujimori sería reelegido, su poder sería cada vez más incuestionable; sus métodos, justificados por su "pragmatismo" y su figura, endiosada por un pueblo agradecido por una paz falsa, sin justicia ni libertades. Al ser testigos de cómo la gente entregaba ciegamente todo su poder de decisión, veíamos cómo se gestaba un monstruo que algún día mostraría su verdadero rostro. El Chusko decía que la crítica anarquista al gobierno de Fujimori no se basaba en lo mal que podía llevarse la economía, sino en la forma en que se administraba el poder, en la estructura del Estado. Yo lo escuchaba atento, recordando que él, aquel 5 de abril, había previsto casi todo lo que vivíamos entonces.
Cuando el Chusko hablaba en las reuniones acerca de anarquistas de comienzos de siglo, una idea ridícula cruzaba mi mente: que él fuera la reencarnación de uno de ellos. Durante las tardes que pasábamos juntos, cuando salía del colegio directo al Centro, lo escuchaba narrar aquellos relatos enciclopédicos acerca de la Revolución española, las colectivizaciones en Cataluña, la efectividad de las fábricas dirigidas por sindicatos anarquistas que, aparte de la producción normal, debían producir armas para el frente de batalla, donde los franquistas contaban con el apoyo de nazis y fascistas italianos. Hablaba de Buenaventura Durruti con mayor encanto que cuando hablaba del Che, de las persecuciones que éste atravesó, de sus años en cárceles y su coherencia y sacrificio. Una tarde, sentados en las gradas del Centro Cívico, luego de pintarrajear con spray algunos muros de la zona donde se encontraban las oficinas de la Sunat, le escuché leer un extracto de Homenaje a Cataluña de George Orwell, donde se narraba —y casi podía sentirse— el ambiente de una ciudad liberada del capital y el Estado: calles con banderas que anunciaban fábricas expropiadas y colectivizadas, donde la gente trabajaba según sus necesidades; trenes y tranvías pintados de negro y rojo, edificios tomados por obreros, campañas de alfabetización y servicios médicos en las ciudades de Aragón, Castilla y Andalucía. De julio a octubre del 36, en ese territorio, la gente se sintió humana por primera vez y ya no parte de una maquinaría en la que sus voluntades eran aplastadas por los intereses de unos pocos. Una ciudad en la que por doquier se respiraba la creencia en la Revolución y el futuro.
—¿Y aquí en el Perú podría pasar algo así? —preguntaba yo.
—Tal vez no de la misma manera —decía él—. Lo único que se busca es que el poder no esté en tan pocas manos, que se cree un espacio donde se desarrollen estas ideas y actividades.
Cuando pienso que la gran mayoría de mis ideas políticas se cimentaron en esas conversaciones callejeras, entre bares y conciertos, en fanzines y canciones, no sólo me siento fuera de sitio por no poseer una formación metódica, sino que no puedo evitar mi gratitud por sentirme obra del Chusko. La crudeza de algunos temas como la expropiación de los medios productivos, la lucidez con que expresaba la inmoralidad de los que eran históricamente culpables del infortunio de muchos, la coherencia y humildad que mostraba ante sus adversarios, su ánimo de entendimiento, los llevo grabados como la letra de una canción. Sólo él me habló acerca de la corriente colaboracionista en la Guerra con Chile, de los intereses de los hacendados y aristócratas, y de la traición del Estado a los comuneros que lucharon en La Campaña de la Breña, luego de que Cáceres tomara el poder. Él me habló de los Pardo, los Wiesse, los Picasso, el Grupo Romero, me señaló quienes eran los dueños del Perú, pero jamás con el ánimo de envenenarme el corazón, sino de hacerme conocer algo que estaba más allá, lo cual yo había buscado desde niño. Lo prohibido, lo temerario, cobraban en él la forma que yo hubiera deseado poseer para aceptar la vida que llevaba, para escapar de mis debilidades y no sentirme culpable de lo que poseía y no avergonzarme por lo que me faltaba. Sólo cuando él me dibujó una realidad dura pero hermosa a la vez, pude sentir el rumbo de mis propios deseos. Nunca sentí una deuda tan grande hacia alguien y hasta ahora la realidad no ha vuelto a mostrarse tan mágica, tan a la mano como en aquel tiempo. Tal vez porque nunca volví a soñar como lo hacía entonces.
* Julio Durán (Iquitos, 1977) frecuentó desde temprana edad los círculos culturales alternativos. En 1998 editó Festival de
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