martes, 17 de noviembre de 2009

La pregunta de Zavalita

por Rossana Díaz Costa*

"Desde la puerta de La Crónica Santiago mira la avenida Tacna, sin amor: automóviles, edificios desiguales y descoloridos, esqueletos de avisos luminosos flotando en la neblina, el mediodía gris. ¿En qué momento se había jodido el Perú? (...) Él era como el Perú, Zavalita, se había jodido en algún momento".
Conversación en la Catedral, Mario Vargas Llosa

Era uno de sus últimos días en Lima. Hacía un calor insoportable, aquel calor húmedo de febrero que no permite el correcto funcionamiento de las neuronas, ni del tráfico, ni de nada. Venía en una custer desde Ventanilla, después de haber visto por última vez a Lucinda y su familia en el pueblo joven de "Kumamoto" y a la familia de Janette en "Mi Perú". Les dijo adiós sin saber hasta cuándo, se subió a la combi que la sacaría del arenal y luego a la custer que iba por toda la avenida La Marina. Allí iba, con su visa de España y una mochila a medio hacer en casa, sintiéndose culpable una vez más. Se la había pasado toda la vida sintiéndose culpable, como si ella hubiera tenido algo que ver en esta puesta de sol horrible que veía desde la sucia ventana de la custer. Eran las seis y media de la tarde y llevaba ya dos horas metida en este bus, que a la altura del río Rímac se había quedado estancado en un embotellamiento, justo en el momento de la puesta de sol. Aprovecharon para subir tres niños que cantaban mientras rascaban sus botellitas de Inca Kola; luego dos drogradictos que ofrecían unos caramelos porque decían estar ya regenerados; tres ex-presidiarios de Lurigancho enseñando sus heridas de cárcel y pidiendo una ayudita pues; dos señoras vendiendo helados D'Onofrio, helados, los ricos helados; dos señores vendiendo Pikachus; un niño muy pequeño que sólo extendió la manito y no dijo nada; una niña con su hermanita chiquita ofreciendo chocolatines sin marca; y mientras, entre todos ellos, el sol se iba ocultando en el "río hablador", aquel río que hasta había dado tema para un vals y otras canciones, aquel río que hasta tenía un puente hecho por el mismísimo señor Eiffel, y que ahora sólo tenía unas cuantas piedras encima de una corriente llena de basura, deshechos de todo tipo, y que ella descubrió aquella tarde, tenía también una puesta de sol, reveladora e insospechada, una puesta de sol nunca antes vista por sus ojos. Para ella, la puesta de sol estaba en el mar, y se veía mejor que en ningún sitio desde Miraflores, o Barranco, o incluso La Punta, desde el lado del malecón frente a las islas, pero la Bajada Balta era el mejor sitio sin lugar a dudas, donde todos los días del año, sin excepción, a pesar de la niebla, el invierno, la contaminación y todos los demás fenómenos que en otros países pueden ocultar el sol al atardecer, se ve un sol redondo como una naranja entrando en el mar, dejando luego un maravilloso color en el cielo de Lima. Y cuando esto sucede, la sensación de absoluta paz oculta la realidad por unos cuantos minutos, y uno camina hacia la noche con el espíritu en calma y creyendo haber nacido de nuevo y que todo, absolutamente todo, tiene una esperanza de ser nuevamente.
Por eso ella se sorprendió de ver esta puesta de sol por primera vez en su vida en Lima, después de veintiséis años. Y una vez más se sintió culpable, por no haber visto nunca antes la puesta de sol sobre el río Rímac. Ella siempre andaba diciendo que si no fuera por el mar ya se hubieran muerto todos en esta ciudad, es que felizmente se lleva toda la porquería, y ahí van nuestras porquerías, con rumbo a Australia, a Japón, a qué se yo cuántos otros países, que comparten el gran Pacífico con nosotros. Si no fuera por el mar... pero el río no se llevaba nada, el río se encontraba encajonado en el valle, con porquería a la derecha y porquería a la izquierda, mucha porquería que dejaba aguas humeantes, negras, contaminadas en su totalidad, con niños pobres viviendo en la absoluta inmundicia y cuya única puesta de sol posible era esta, una naranja partida en cuatro por un humo negro, por una auténtica nube negra que se elevaba hacia el sol y no lo dejaba ponerse. Las moscas en la custer le interrumpieron el espectáculo nunca antes visto por sus ojos, a pesar de haber hecho esta ruta cientos de veces, pero claro, siempre más temprano o incluso varias veces de noche, en la época en la que Janette estaba aún viva y el sida no se había llevado ni a ella ni a su hijito. Por eso nunca se había percatado de la puesta de sol sobre el río, que hablaba, sí, efectivamente hablaba con agonía y estupor ante el desastre y el fracaso ante sus aguas, que poco tenían ahora de aguas y mucho de basura. Ahí se elevaban unos vapores con el calor de febrero, que provenían de los montes de desperdicios a sus orillas, y entre los vapores y la nube negra que cubría el sol agresivamente, ella pudo divisar unas sombritas, unas siluetas de niños pequeñísimos que saltaban de un monte a otro, que ingresaban a las aguas fétidas y luego salían, encajonados en el valle, y con un esfuerzo de abstracción trató de no escuchar la tecno-cumbia que sonaba a todo volumen en la custer, ni las bocinas de los carros que luchaban por salir del embotellamiento, y así, con el esfuerzo, pudo escuchar el ruido de lo poco que quedaba de agua en este río, y las risas infantiles, que siempre seguían encontrando una buena razón para existir.
Ella cerró los ojos y se preguntó lo mismo que Zavalita: ¿En qué momento se había jodido el Perú? Y recordó que también se lo había preguntado el día que murió su tatatata, que además de haberse ido volando con su familia centenaria a remotos lugares, también se había ido volando un día de apagón, de torres derrumbadas y bombas mil en la ciudad, y su mamá le dijo que no se moviera de su cuarto mientras llegaban los de la funeraria para poner al tatatata en el ataúd, pero ella desde su cuarto lo vio todo, lo sintió todo, entre lágrimas de despedida y confusión, porque el tatatata se merecía un poco de luz aunque sea, y en esa ocasión ella también se sintió culpable, como si ella tuviera algo que ver con el apagón ante sus ojos adolescentes. Los de la funeraria estaban ya acostumbrados a poner a los muertitos en medio de la oscuridad, estaban todos acostumbrados a ella, pero su familia no estaba acostumbrada a ver al tatatata muertito todos los días y en medio de un apagón y las bombas mil. No salgas de tu cuarto le repitió su mamá, y ella se arrodilló al lado de su cama, viendo las velas que toda la familia llevaba en la mano para iluminar a los de la funeraria, aquí señora, ilumine aquí para poder colocarlo bien, y luego ploc, el sonido seco y final del cuerpo en el cajón, la tapa que se cerró y los hombres que se despidieron, mientras la mamamama sollozaba y seguía pidiendo perdón al tatatata muerto, perdón por no haberlo querido debidamente tal vez, perdón porque también se sentía culpable, como todos los peruanos, que se sienten siempre culpables de algo. La puerta se cerró, y la familia se quedó sola y muda, en medio de la profunda oscuridad y el silencio, sólo interrumpido por una bomba cercana y la voz de su mamá, que trataba de sacar las cuentas en medio de su tristeza, porque no había plata suficiente para el entierro, pero felizmente se acordó de que el nicho se lo darían gratis porque los estafadores del cementerio habían vendido el nicho del tatatata, comprado hacía sesenta años con toda la previsión del mundo para ser enterrado al lado de sus padres, y entonces se disculparon ante su mamá diciéndole que le darían dos nichos incluso, o sea que habría uno para cuando muriera la mamamama también, qué maravillosa oferta, todo con tal de que no se hiciera la denuncia de la venta del nicho comprado hacía sesenta años, en vista de que pensaron que esta persona estaba en definitiva muerta y además en otro país. Y por eso, después de esta noche de oscuridad, el tatatata fue enterrado lejos de sus padres, pero qué importaba ya, total, el tatatata ya estaría Dios sabe dónde, con la tía Rosita y sus padres, Giovanni Vittorio y compañía, toda la italianada volando por ahí, juntos de nuevo para poder nacer de nuevo en algún otro lugar, con otros nombres y otras caras. Qué importaba ya todo entonces.
Sí, qué importaba ya todo entonces se dijo ella nuevamente, siete años después de que su tatatata fuera puesto en el cajón en medio de la oscuridad, y viendo cómo el sol se ponía en medio de la mugre del río Rímac. No sólo había que preguntarse en qué momento se había jodido el Perú, como se lo había preguntado de todo corazón arrodillada al lado de su cama viendo la luz pálida de las velas y la silueta del cuerpo centenario que se merecía un poco de luz en su despedida, y como se lo preguntaba también en la custer llena de moscas desde donde vio el último atardecer antes de subir al avión y largarse de su país, no, también había que preguntarse si existía alguna posibilidad de desjodimiento o desjodización de este país, que se descomponía en medio de las moscas, la mugre, la oscuridad, las bombas, la muerte, la desigualdad, la injusticia y la pobreza sin remedio. Pero en ese momento, unos cuantos días antes de subir al avión con rumbo a Europa, en una custer llena de moscas y con niños cantantes rascando botellitas de Inca Kola a modo de acompañamiento, ella sólo pudo recordar la muerte del abuelo por esas extrañas asociaciones de ideas que realiza la mente en contadas ocasiones y se dijo: sí, yo me voy de aquí. La custer arrancó al fin y salió del embotellamiento rápidamente, chocando unos cuantos carros en el intento y con chofer y cobrador felices por ser los primeros en salir de ahí. El sopor de febrero se hacía cada vez menos intenso conforme avanzaban por la avenida Faucett y luego por la avenida La Marina y la noche se dejaba ver y sentir en Lima. Ella llegó finalmente a su casa, se sacó toda la ropa que llevaba encima, llena de arena de los pobres de "Kumamoto" y "Mi Perú", y se metió a la ducha, pensando que en su país siempre hay alguien más pobre que uno, y que por eso siempre hay la posibilidad de sentirse culpable y por consecuencia no ser nunca feliz. Sólo esas siluetas en la mitad del río que alguna vez lo fue, saltando entre los montes de la basura, estaban al final de una cadena interminable de culpabilidades e infelicidades por pobrezas personales y ajenas. Ellos, sólo ellos, que no sabían que el sol se ponía naranja, redondo y hasta con sensación de esperanza en el mar frente a Miraflores.
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*Rossana Díaz Costa (Lima, 1970) es guionista, escritora y directora de cine. Ha sido finalista del Premio Copé en tres ocasiones y del premio nacional PUCP con el libro de cuentos Los Olvidados (no los del Buñuel, los míos). Actualmente, se dedica a la docencia universitaria y a gestar proyectos cinematográficos.

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